sábado, 25 de febrero de 2012
Despenalizar drogas ¡ya!
Una guerra absurda
Por Jaime Sánchez Susarrey
Por donde quiera que se le mire, la guerra contra las drogas ha sido un gran fracaso. Pero además, la prohibición de las drogas está haciendo agua por todos lados
La guerra contra las drogas no se puede ganar, pero sí se puede perder. Si se pudiera ganar, ya se habría ganado. El 17 de junio de 1971, Richard Nixon declaró oficialmente la guerra contra las drogas.
El 1o. de julio de 1973 fue más allá y creó la Drug Enforcement Administration (actual DEA) y la dotó en 1974 de un presupuesto de 116 millones de dólares. El objetivo era castigar la producción, distribución y consumo drogas.
Han pasado ya 41 años de la declaratoria de Nixon y el mundo es otro: el bloque socialista desapareció, la globalización ha revolucionado la economía mundial, China e India emergen como nuevas potencias y la crisis económica que empezó en 2008 está transformando los equilibrios mundiales.
En resumen, el mundo de los años sesenta y setenta nada tiene que ver con lo que hoy estamos viviendo. Sin embargo la estrategia contra las drogas es la misma. La DEA sigue allí y el gobierno de Obama asignó a la guerra contra las drogas un presupuesto de 15 mil millones de dólares para el año fiscal 2011-2012.
Por donde quiera que se le mire, la guerra contra las drogas ha sido un gran fracaso. Pero además, la prohibición de las drogas está haciendo agua por todos lados. No existe siquiera consenso acerca de cuáles drogas son más peligrosas que otras y por qué deben prohibirse.
En un estudio publicado por la revista The Lancet (1/11/10), dos asesores del gobierno británico, David Nutt y Leslie King, hicieron señalamientos heterodoxos: el primero es que el alcohol tiene un efecto más destructivo en el individuo y su entorno familiar, social y comunitario que la heroína y el crack.
El segundo, en la misma línea, fue un comentario que le costó al profesor Nutt el despido de su trabajo: consumir éxtasis, afirmó, es menos peligroso que montar a caballo.
Y en efecto, más allá de la polémica investigación de Nutt y King, los criterios para clasificar la peligrosidad de una droga son confusos e irracionales.
El Régimen Internacional de Control de Drogas (RICD), como advierte en una carta el investigador Francisco Thoumi al presidente Santos de Colombia, está conformado por tres convenciones y por un conjunto de organismos: la Comisión de Estupefacientes, la Junta Internacional de Fiscalización de Drogas (JIFE) y la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD).
Todas las drogas controladas por el RICD sólo se pueden usar con fines médicos y de investigación científica. Por consiguiente, cualquier consumo recreativo, social, experimental, o ceremonial está prohibido y es calificado como un abuso.
El RICD criminaliza cualquier producción que no sea para uso médico o científico, pero es más flexible con relación al consumo, el cual puede ser simplemente una contravención a la norma -concluye Thoumi-.
Pero es ahí donde empiezan las contradicciones. Porque los datos son concluyentes: se calcula que mientras el alcohol causa 2.5 millones de muertes al año y el tabaco 5.4 millones, las drogas ilegales no ocasionan más de 200 mil decesos en todo el mundo.
La proporción, en consecuencia, no puede ser más absurda ni descabellada. Las muertes por el uso y abuso de drogas ilegales representan apenas el 3 por ciento de las que ocurren por el consumo de alcohol y tabaco.
Así que de dos cosas una: o se deberían incluir el alcohol y el tabaco dentro de las drogas prohibidas o se debería eliminar la restricción sobre el resto de las drogas ilegales, porque no hay proporción en el daño que causan a la población.
Pero el asunto tiene otra arista: el sentido profundo de la prohibición. La Convención Única Sobre Estupefacientes de 1961, enmendada por el Protocolo de 1972, de la ONU establece:
"Las partes, preocupadas por la salud física y moral de la humanidad...Reconociendo que la toxicomanía constituye un mal grave para el individuo y entraña un peligro social y económico para la humanidad...".
De ese modo, la ONU se adjudicó el derecho de preservar la salud física y moral de la humanidad. De ahí la prohibición de drogas que en otras latitudes y culturas eran toleradas y consumidas: la hoja de coca, el peyote, la marihuana, el hashish, el opio...
Pero al hacerlo, pasó por encima de los derechos elementales del individuo en una sociedad democrática y moderna. Además, del respeto que deberían haber merecido los usos y costumbres de otras culturas.
La libertad de cada uno no puede tener otro límite que no dañar la propiedad o la integridad de otras personas.
Nadie, y mucho menos el Estado, tiene derecho de imponerle al individuo una noción de salud física y mucho menos moral.
De ahí la contradicción flagrante: lo que se hace con las drogas ilegales no se hace con el alcohol y el tabaco porque la protesta social sería incontenible.
Se trata, en consecuencia, de dos varas y dos medidas. La Convención de 1961 prohibió las drogas "exóticas" (de otras culturas), pero no tocó las consumidas y admitidas en Occidente: el alcohol y el tabaco.
No hay consistencia moral ni lógica en la prohibición. La persistencia a lo largo de estos 50 años se debe, por un lado, a los prejuicios. Y, por el otro, a los intereses creados.
Hace 21 años se le preguntó a Milton Friedman, premio Nobel de Economía, liberal, defensor de la legalización de las drogas, por qué había tanta oposición a eliminar la prohibición y respondió: "... la respuesta es que hay muchos intereses creados que han surgido a partir de la actual guerra contra las drogas".
Y en efecto, los intereses creados van hoy de la burocracia de la ONU a la de Estados Unidos, incluyendo a la DEA y otros organismos gubernamentales.
Vencer su resistencia no será fácil.
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